Recordar.
Golpeaba insistentemente en mi cabeza una sola idea: no te olvides, Johnny, no te olvides.
Olvidarme de qué. No lograba recordar qué era aquello que no debía olvidar.
Era una mala época. El trabajo se acumulaba sobre mi mesa en elevedas columnas de papeles llenas de números, gráficas de evolución y más y más cuentas de reducción de costes.
La casa se antojaba fria y distante. No tenía ganas de ver a nadie y lo único que deseaba tener paréceme que se me escurría entre los dedos como un puñado de arena fina.
¿Pero que debía recordar?. Me estaba volviéndo loco de desesperación.
Del trabajo no era, de eso estaba seguro. La compra la tenía hecha y nadie me había dejado recado de nada. Las mil y una tarea que mi madre me tenía encomendadas para ese día en que su niño pudiera hacerlas tampoco era. No me apetecía ponerme a hacer chapuzas en un fin de semana que ya estaba ocupado por tareas sociales y profesionales hasta el punto en que la limpieza con aspirador de mi casa se tendría que quedar para el próximo fin de semana -siempre para el próximo-.
Toda la vida a la carrera y nunca llego a meta y cuando alcanzo algun punto de control adolezco de retraso, Argh! qué vida más desordenada o más bien que vida más ocupada.
Pensaba que debía quitarme de aquello que me sobra, pero quien sabe lo que está de más en todos los berenjenales en que te metes.
El despacho se estaba convirtiendo más en mi casa, más en mi vida de lo que era sano admitir. Vacaciones, solo se me ocurría pensar si era eso lo que no debía olvidar. ¿Cogerme unas vacaciones?, ¿sería eso lo que no debo olvidar?. No, de hecho tenía los carnavales de permiso.
Pasaba el tiempo entre golpes convulsivos y ordenados sobre el teclado numérico de mi ordenador rellenando una hoja de cálculo más.
Llaman a la puerta. Es el conserje. -Jefe!, no te olvides de comprar el despertador para mañana-.
Él, sí. Esa persona que pasa desapercibida, que para muchos es insignificante, pero que una vez más me ha dado la vida. Su metódico estilo de trabajo con cientos de avisos en su mesa y uno de ellos era mi olvido.
Mañana debía levantarme a las 6'30 y no tenía despertador después del último enfrentamiento que tuvimos esa mañana cuando se empeñó en hacerme despertar en mitad de un sueño más, pero que en ese instante me pareció el más maravilloso de los sueños.
Pues eso era. Comprar un nuevo enemigo de mis sueños. Y todo para ir a una reunión en Sábado y en la puñetera capital del reino.
Al menos descansará mi intranquilidad por recordar y podría dedicarme a enfrentarme a la soledad de mi casa. Salir del castillo de mi trabajo y meterme en mi dulce agónico hogar.
Alimentar a mis amados peces, regar mis idolatradas plantas, limpiar el patio que nunca puedo disfrutar por las malditas palomas, recoger la ropa seca, hacer la cena, ver la televisión, finiquitar las últimas llamadas del día con amigos y familia y dormir.
Dormir, dormir y soñar. Soñar que todo cambiará. Que por fin tendré un ayudante en el despacho. Que mi vida se decelerará. Que la arena que se me antoja ver escurriéndose entre mis dedos lo dejará de hacer para mantenerse entre mis manos arropando mi herido corazón.
Unos pasajes del Castillo interior o algunas palabras de Efesios seran una más que usada estrategia de fuerza interior antes de dormir. Y cuando todo se nubla el Salmo de David con sus pastos y aguas tranquilas, con su cayado en sendas tenebrosas, con su mesa llena y sus perfumes. Para habitar por día sin término en la gloria del Señor.
Por fin empieza la Cuaresma. Poco más de cuarenta días y a vivir la fe en su más pletórico esplendor popular. Rebrotar con el resucitado y tomando consciencia de su entrega y lucha.
Pero hasta entonces a seguir luchando en el valle de lagrimas con su ejemplo. Y poniéndome en sus manos, Confío.